Viajar a Lisboa fue para mí uno de esos sueños de juventud que el destino se encarga de hacer realidad justo cuando piensas que los has olvidado.
Portugal se convirtió en una obsesión para mi cuando tenía 19 años. Estudiaba la universidad y en el cine de la Facultad daban «Historia de Lisboa», del director alemán Wim Wenders. Recuerdo claramente la música de Madredeus y cómo la voz de Teresa Salgueiro y la guitarra de Pedro Ayres Magalhaes acompañaba una historia en la que los tejados de arcilla naranja, los grandes edificios cubiertos de azulejos y los espectaculares paisajes con vista al río Tajo dejaban ver un país encantador y del que extrañamente, no se hablaba mucho en México.
Por algún tiempo me obsesioné con Portugal, me inscribí a clases de portugués durante dos semestres, leí y me aprendí poemas de Jorge Pessoa, me aficioné a artistas portugueses como Misia, Dulce Pontes y Jorge Palma y hasta tuve un pen pal que me enviaba por correo cd´s, postales y fotografías de ese pequeño país.
Pero al paso de los años, mi sueño de conocer de cerca ese país de navegantes y castillos medievales se fue al baúl de sueños rotos donde ponemos nuestras ilusiones de tocar una guitarra eléctrica o jugar futbol profesional.
Veinte años me tomó sacar ese anhelo del cementerio de los deseos reprimidos. El viaje terminó siendo una afortunada casualidad. El plan original era ir sólo a Paris y Madrid, pero los 3 días que yo y mi novia pasamos en Lisboa en septiembre de 2017 fueron una experiencia única que no hizo enamorarnos del país y prometerle a la capital portuguesa que pronto regresaríamos.
¿Qué tanto de la persona que fuimos queda después de 20 años? Me temo que no mucho. Somos otros, viajamos con menos ímpetu, pero con más serenidad y la pausa que dan los años.
DÍA 1 Chiado – Praça do Comércio – Miradouro de Santa Catarina
Llegamos por la tarde y gracias a la ágil conexión del metro con el aeropuerto, pudimos llegar a nuestro hotel en baixa chiado en menos de una hora. Justo a tiempo para despojarnos de las maletas y caminar por las calles de Lisboa al atardecer.
Nuestro hotel quedaba justo frente a uno de los íconos de la ciudad. el antiquísimo elevador d ela ciudad contruido en acero y que comunica a las calles superiores de la ciudad. Desde ese punto se puede tener una vista periférica de la ciudad, pero nosotros lo que queríamos era comenzar a caminar al lado del Tajo, así que dejamos el ascenso para otra ocasión.
Un camino de hermosos mosaicos nos condujo al espectacular Arco de la rua Augusta en la parte norte de la Praça do Comércio, el lugar donde por cientos de años los navegantes ingresaban a la ciudad provenientes de África y América.
Caminamos por las calles del barrio bohemio de Chiado, admirando todo tipo de restaurantes de las más diversas cocinas internacionales. Las callejuelas nos mostraron el camino de subida al mirador de Santa Catarina, uno de los muchos miradores desde donde se domina la espectacular línea costera del monumental río Tajo. El brazo de agua es tan grande que parece que hasta los barcos más grandes se ven pequeños al navegar por las aguas que arrastra desde España buscando su salida en el mar Atlántico.
El mirador es uno de los lugares preferidos de los jóvenes en el alto chiado. Suben hasta aquí para tomar vino tinto o cervezas y beber entre risas y música de guitarras y tambores. Cuando cae la noche, el jardín que custodia la estatua del gigante romano Adamastor, se convierte en una congregación de jóvenes conversando en toda clase de idiomas. Si yo hubiera estado ahí 10 años antes, seguro estaría entre ellos, pero esa noche mi lugar era al lado de mi mujer, ocupando la mesa de un kiosko, con una pinta helada de Super Bock en la mano y la vista en la línea costera.
Ahí estábamos, dos mexicanos disfrutando de la fresca brisa del río Tajo en una noche tibia y llena de estrellas que invitaban a enamorarse de esa ciudad que siempre soñé conocer.
DÍA 1 Cascais – Belem
Al día siguiente nos levantamos muy temprano para tomar el tren metropolitano y conocer las playas de Cascais. El también llamado Comboio es un tren eficiente, limpio y muy rápido. Antes de medio día nos encontrabamos tomando el sol en la playa pública donde pude comprobar lo limpio de la playas, y donde incluso pude ver peces al nadar en las frescas aguas aprovechando el agradable calor que prodigiosamente superaba los 24 grados.
Cascais es un complejo turístico muy bonito, con restaurantes y locales comerciales propias de un destino enfocado en los turistas de sol y playa. Pero había que aprovechar el día al máximo, así que apenas nos secamos el agua salada, subimos de nuevo al Comboio en dirección a Lisboa rumbo a la estación Belem.
Seguimos el trayecto a pie hasta el Monumento a los descubrimientos, un monumental memorial en forma de carabela al frente y espada templaria en la parte posterior que rinde homenaje a los más grandes navegantes portugueses. Fue inaugurado en 1960 a las orillas del Tajo, pero es tan impresionante que pareciera ser más reciente. Es posible subir al mirador, por 13 euros, pero lo importante está a sus costados: 33 personajes esculpidos en piedra, donde aparecen Fernão de Magalhães, Vasco Da Gama, Pedro de Portugal y Felipe el navegante. La sorpres fue encontrar un marino con mi nombre: Pedro Escobar. Con un poco de suerte, quizá uno de mis antepasados fue aquel navegante que descubrió en 1469 las islas de Santo Tomé y Príncipe en la costa africana.
Seguimos caminando hasta la Torre de Belém. Un verdadero símbolo de Lisboa y uno de sus verdaderos tesoros, ya que este baluarte manuelino se construyó en 1519 (¡casí tan antigua como el descubrimiento de América!). Visitarla vale la pena por su dualidad árabe y medieval en la que conviven nervaduras y arcos arabes con una impresionante torre medieval desde donde se domina la ribera del Tajo y el Templo de los Jerónimos.
Además de su tradición como bastión militar, prisión, faro y puerta de recaudación portuaria, la torre encierra historias que vale la pena conocer, como la del rinoceronte
En 1514, el zar de la India le regaló a Alfonso de Albuquerque, jerarca de la India portuguesa un elefante y un rinoceronte. Ambos llegaron con bien a Lisboa y se dice que Manuel lo atesoró de tal forma que decidió embarcarlo al Vaticano para mostrarselo al papa. Por desgracia, la nave naufragó en una tormenta y el valioso animal se hundió junto al barco. Como recuerdo quedó la figura que hoy se puede ver incrustada en piedra en la Torre de Belém.
Antes de regresar a Lisboa caminamos por las inmediaciones del templo de los Jerónimos y admiramos su hermosa fuente en busca de los famosos Pasteis de Belém. Encontrar la ubicación no fue problema, basta seguir a los turistas con las características cajas y bolas de pan blancas para dar con esta delicia crujiente de crema y nata, que espolvoreadas con canela y azúcar son una verdadera delicia.
Castelo de São Jorge
La tarde comenzaba a caer y todavía nos faltaba subir al majestuoso Castelo de São Jorge, el punto más alto de la ciudad y el lugar donde se disfruta del mejor atardecer de Lisboa. Con más de ocho siglos de historia, el tambien conocido Castelo de Os Moros sobresale por sus once torres construidas en la colina más alta de Lisboa.
Se accede al castillo pasando bajo el Arco de San Jorge. Una vez dentro, pareces transportarte a un episodio de Game Of Thrones. El patio de armas, los calabozos, la Puerta de Moniz en la Praça Nova, llamada así en honor a la defensa de Martim Moniz, los jardines con sus soberbios pavoreales y la majestuosa torre de Ulises, coronada con la bandera de Portugal, de verdad transportan a una época de reyes y caballeros.
Originalmente, el Castelo fue una fortificación musulmana reconquistada a mediados del siglo XII por Alfonso Henríquez, primer rey de Portugal, tras un cerco de tres meses y con ayuda de los cruzados devotos del mártir San Jorge, de ahí su nombre. Durante el siglo siguiente, la ciudad de Lisboa comenzó a concebirse como la capital del reino, y como en todo reino, la vista del Rey debía estar en todo lo alto.
Sobra decir que ver la puesta de sol desde el patio es algo que deja sin aliento. Las tonalidades del cielo parecen incendiarse e irradiar de un calor especial los tejados de las casas hasta fundirse en un reflejo bellísimo sobre las aguas del río.
El momento fue todavía más memorable gracias a un carrito de Wine with a View que por 7 euros nos permitió disfrutar la vista con una copa de vinho verde y porto en la mano.
DÍA 3 Tranvía Número 28
Teníamos menos de un día antes de tomar nuestro tren con destino a Madrid, así que salimos muy temprano para subir al famosísimo tranvia amarillo número 28 que lleva desde Chiado a los barrios altos como Alfama.
Los fabulosos tranvías datan de la década de 1930 y se dice que siguen en activo debido a que las cerradas curvas y subidas extremas, -insufribles a pie- hacen imposible otro modo de transporte.
Viajar en ellos es toda una experiencia. El mobiliario es a base de madera y asientos de vinil acojinado y detalles de cancelería a manera de vidrieras. El viaje es una buena forma de conocer los distintos negocios, los grandes edificios cubiertos de azulejos y hasta los increíbles graffittis que aparecen en las calles.
Parque Eduardo VII
A pesar de estar a solo unos cientos de metros del centro de Baixa, el Parque Eduardo VII es un oasis de verdor en medio de la ciudad, con 25 hectáreas de jardines y zonas arboladas que son refugio de loros y otras aves nativas de la zona. Fue bautizado así en honor al rey Eduardo VII del Reino Unido que visitó Lisboa en 1902 para honrar la amistad entre ambas naciones.
El parque es una imponente pincelada de verdor en pleno centro de la ciudad coronada con una vista espectacular de las zonas bajas de la ciudad el lugar donde se ubican las cuatro enormes torres que conmemoran la revolución del 25 de abril, conocida también como la revolución de los claveles, que es una de las fiestas nacionales de Portugal.
Un poco más arriba se encuentra el Jardín Amalia Rodríguez, un tranquilo paseo botánico lleno de bancas y prados verdes que invitan a tomar una siesta. También se pueden encontrar ahí una simpática escultura del artista colombiano Botero.
Regresamos a Chiado para comer un plato portugués en uno de los muchos restaurantes de la zona, ahí mismo hicimos algunas compras de souvenirs y finalmente, con algo de pesar, recogimos nuestras maletas del hotel. Por la tarde, camino a la estación de trenes de oriente nos topamos en el metro con decenas de fans del Sporting de Lisboa camino al estadio. Esa tarde, Lionel Messi y el Barcelona se enfrentaron al equipo de la ciudad dentro de la Champions League. Ya en Madrid, nos enteramos que los catalanes, como era de esperarse, le dieron una paliza.
Antes de partir de Lisboa nos reunimos con Marta, una amiga portuguesa que conocí hace algunos años en las redes sociales, pero que no conocía en persona. Ella nos platicó de la vida tranquila de Portugal, de cómo figuras como Madonna se han refugiado ahí por largas temporadas. Pero también de las complicaciones de la migración descontrolada y de la desigualdad que es una constante en toda Europa.
Dejamos la ciudad con una extraña sensación de querer regresar. No quisiera caer en el lugar común de decir que entendimos el significado de la Saudade, pero casi. La verdad es que tres días son muy pocos para conocer una ciudad, para llegarla a entender, pero si bastan para convencerse de querer regresar. Para probar de lleno sus famosas sardinas, conocer más de sus vinos y visitar lugares como Sintra o Porto, tal y como nos lo recomendó nuestra amiga Marta.
¿Qué tanto de la persona que uno fue de adolescente queda después de 20 años? Es evidente que la experiencia es muy diferente, cuando se viaja a los 40. Nos falta empuje, valor y esa energía incansable del adolescente, pero en contraparte, tenemos la claridad para entender el verdadero valor de la experiencia, para hacer la pausa necesaria en el camino. Pasa saborear el momento.
20 años después de saber de Lisboa llegue a conocerla. Sólo para enamorarme de nuevo de ella, pero ahora con conocimiento de causa.
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